Durante 17 años, las políticas
implementadas por el eterno, antes, y por Maduro, posteriormente, condujeron al país hacia un destino oscuro,
marcado por el atraso, por la cotidiana lucha por la supervivencia, antes que
la construcción de un futuro. ¿Cómo construir un futuro, si no se sabe si habrá
uno? Cada vez más veía a mi país como la Corea de la que escapó Shin Dong-hyuk y que se describe en
Escape from camp 14: todos
hambrientos, concentrados sólo en buscar alimento, a costa de lo que sea.
Chavéz arribó al gobierno a
las puertas del siglo XXI y llegó a tener todo el poder y el dinero como para efectivamente llevar a Venezuela a ser
un país acorde con el siglo, tal como lo habíamos sido antes, a pesar de los
problemas. Pero el odio y la incapacidad
hicieron que esos recursos terminaran depositados en cuentas de individuos que hacían
con sus actos lo contrario de lo que predicaban; personas que llegaron a
acumular fortunas tan grandes que no tendrán vida suficiente para gastarla (si
no se les logra incautar) y a quienes no les importó ver morir al país; verlo
desangrases en sus calles, con tanta violencia; verlo desangrarse en sus aeropuertos
y fronteras, al dejar partir gente capaz y jóvenes soñadores; verlo morir en los hospitales, por falta de medicamentos; verlo desgastarse en las colas por comida;
verlo derrumbarse con tanto tiempo no dedicado a la producción, sino a la
mendicidad necesaria para poder sobrevivir en un país cuya inflación nadie
conoce en cifras, pero todos palpan a diario. Y así, nos vimos de nuevo en el
siglo XX, más específicamente a mediados del siglo XX, en los años en que
nacieron los que hasta allí nos condujeron.
Cualquier presidente medianamente
inteligente habría visto, en los resultados de las elecciones de ayer, el
clamor del pueblo por cambiar el rumbo. Maduro habría pasado a la historia como
un presidente capaz de rectificar, de haber tenido un discurso conciliador,
reconociendo que entendía el mensaje que se le estaba dando y que esperaba
poder trabajar con la nueva asamblea para reconducir al país hacia la
potencia que podría haber sido. Podía incluso haber adobado estas palabras con
alguna tontería acerca de los ideales de Chávez, bla bla bla, para darle gusto
a los que deben llevar de por vida una absurda firma tatuada en la piel. Pero
no se le puede pedir peras al olmo. Las palabras de Maduro ayer fueron una
perfecta descripción de su propia campaña en la que, por cierto, él como
presidente, no debió nunca participar.
Según Maduro, habría ganado
la guerra económica, pues la gente se dejó llevar por las promesas engañosas y las
amenazas ejercidas desde la oposición.
No supo reconocer que esas estrategias, aplicadas con todo descaro por él mismo
y quienes le acompañan, no funcionan ya en un país cansado. Su prepotencia e
incapacidad no le permitieron reconocer que la gente entiende que no hay tal
guerra económica; que las encuestas culpan al gobierno de la situación actual;
que la cola no es sabrosa como descaradamente decía una que no merece la pena
nombrar; que la magnitud de la diferencia entre el nivel de vida que ellos
ostentan y el que imponen es abismal; que la inclusión no significa hacer un
discurso el doble de largo sólo para expresar todos los sujetos en masculino y
femenino; que no queda familia, incluyéndolos, que no haya sido alcanzada por
el hampa, aunque en el caso de ellos, la oveja negra sea roja y se “espolvoree”
con polvo blanco.
Esta victoria no implica que
ya todo se resolvió. Pero si es señal del inicio de un nuevo país. Todo dependerá
de qué tan dispuestos estén del lado del gobierno a rectificar y a escuchar (difícil), y
que tan capaz sea la oposición de seguir unida y de aprovechar esta
oportunidad. Pero hay cosas que me llenan de enorme satisfacción y que estoy
convencida las podemos dar por seguras ya. La primera, en las próximas elecciones,
de lo que sea que sean, el gobierno ya no tendrá el ventajismo descarado que ha
venido exhibiendo hasta ahora. Ya no habrá una asamblea complaciente que le
permita usar todos los medios y recursos del Estado para tales fines. La
segunda, y la mejor, es que ya no tendremos a un cavernícola con mazo en la
presidencia de la asamblea. Seguirá allá, pero desde abajo, acatando las normas
que él, tan tiránica y cínicamente ha aplicado a los opositores.
Con un retraso de 16 años, volveremos a entrar en el siglo XXI. Tal vez no con todos los
recursos con que pudimos haberlo hecho en su momento. Probablemente tenemos menos de lo que creemos, dada la magnitud de la rapiña. Pero con mucho menos se
construyó la IV república. Esperemos entonces construir la VI. Se rompe el refrán: si hay V
mala!!!.